viernes, 12 de octubre de 2012

para Isabel

Isabel ha perdido a su hermano.
Trato de acompañarla en su dolor, aunque ella no lo sabe. Estoy aquí, pensando en su pena, imaginando su tristeza, en silencio.
Cuántas veces me quedé muda ante el dolor de otro, y pienso después ¿por qué no tuve palabras de consuelo?, por qué no fui capaz de decir nada?

Transcribo trozos del libro de Mariano Crespo "El valor ético de la afectividad", que de alguna manera me explican esta incapacidad de hablar frente al dolor del otro:

... uno de los rasgos más sobresalientes de la experiencia del sufrimiento es su inefabilidad, el silencio en el que sume tanto al que sufre como a aquel que es testigo. Ante el sufrimiento cualquier forma de discurso –tanto por parte del que lo padece como por parte del que lo contempla– parece ser impertinente, parece estar de más...
“Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran” (Rom. 12, 15).
Ahora bien, ¿en qué consiste esta peculiar experiencia? O, dicho de otro modo, ¿qué significa compadecer al que sufre? ¿Qué significa llorar con el que llora? ¿Es posible acceder de algún modo al sufrimiento del doliente o, por el contrario, se trata de algo radicalmente intransferible y, por consiguiente, el ser humano sufriente está “clausurado” en su dolor? ¿En qué medida es posible ir más allá de la esfera de la descripción del sufrimiento ajeno y “penetrar” de alguna forma en él de modo que uno no sólo sea testigo del dolor, sino también con-doliente?

Isabel, te acompaño en tu dolor...

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